Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la Tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición
imposible.
No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el
sueño que anteanoche soñaste.
Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que
ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primer pirámide, el hombre
que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó
runas en la espada de Hengist, el arquero Elinar Tambarskelver, Luis de León,
el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en
la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo.
Un solo hombre ha muerto en Illión, en el Metauro, en
Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en
la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor.
Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.
Un solo hombre ha sentido en el paladar, la frescura del
agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.
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